Por Pablo Salinas
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El destacado músico Enrique Soro, junto a su señora e hijas, pasaba desde comienzos de esa década los veranos en el balneario. ¿Quién era Soro entonces? Sin duda una de las personalidades del arte y la cultura más potentes de la sociedad chilena. Siendo muy joven, había pasado siete años formándose en el Conservatorio de Milán; ahora se desempeñaba él mismo como director del Conservatorio de Música de Santiago. Hacía cuatro años, en 1923, había hecho un viaje, una, se podría decir, gira artística, que nos ayuda a captar la envergadura de sus méritos: en México, se presenta a teatro lleno y las autoridades le organizan un acto para homenajearlo junto a Gabriela Mistral, su amiga (entonces contratada por el gobierno local), el que finalmente no llega a realizarse por compromisos previamente acordados con agentes que lo esperaban en Estados Unidos; en Italia la prestigiosa casa editorial Ricordi le ofrece un atractivo contrato, Mascagni y Puccini lo felicitan, y en Alemania, la Orquesta Filarmónica de Berlín consagra una presentación íntegramente dedicada a sus obras (cosa nunca antes hecha para otro músico latinoamericano), tras la que el público lo despide con una ovación. En síntesis, una estrella. Tiene 43 años y es perfectamente justo decir que puede sentirse con entera propiedad parte de la elite de la música mundial.
Sin embargo, en Chile, los palos, los gruñidos, los codazos ya arrecian. Entre los más jóvenes (el mismo Huidobro, otro cartagenino, nueve años menor, es uno de estos) se comienza a hablar de las vanguardias y Soro, que entiende la música como su adorado Schumann y, a lo más, como Wagner, está lejos de dejarse permear por las tendencias más de avanzada.
Ese verano, el de 1927, a pocos meses de que el general Carlos Ibáñez del Campo llegue por primera vez a la presidencia de Chile compitiendo virtualmente como candidato único, se fotografía junto a su esposa, Adriana Cardemil, y sus dos pequeñas hijas, sobre las abundantes arenas de la Playa Chica de Cartagena.
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