Por Guillermo Valenzuela
Francisco Ramos, reconocido y talentoso ilustrador naturalista, profesor, historiador del arte y pintor hiperrealista de selvas vírgenes en halls de hoteles de cinco estrellas, acaba de publicar el tercer número de su revista Kisko, que se define como una publicación independiente, testimonial y de historia del litoral. Curiosamente, salvo en el número 2 de Kisco, encontramos la leyenda de Añañuca, único vínculo local con el litoral de los poetas. Haré una lectura de su primera entrega, Abuso de poder.
Entramos directo a un relato testimonial ocurrido en 1976 (año de intensa y brutal represión en dictadura), donde su protagonista, un estudiante de arte, sin militancia política declarada, es arrestado mientras busca una dirección para ir a una fiesta en un papel que le ha sido entregado por un compañero. Sospechoso por ir ataviado de morral, pelo largo, barba y sandalias, un repugnante agente de civil le arrebata el mapa que consulta con total ingenuidad en la vía pública.
El mapa en cuestión, hecho por un estudiante de arquitectura, es a todas luces un mapa logístico con potencial absoluto para realizar un atentado; el diseño muestra, sin equívocos, los flancos políticos más estratégicos para hacerle daño al régimen por la resistencia de aquella época. O al menos cumple en gran medida con la información para ese propósito: vía férrea, torres de alta tensión, comisaría, todo reunido en un mapa que se pretende inocuo. De inmediato se pone en acción aquí una vieja dialéctica narrativa en las viñetas del cómic de Ramos, un contrapunto que permea de principio a fin toda la historia: la vieja parábola del bueno-bueno contra el malo aún más malo. No es que no haya habido detenciones arbitrarias contra civiles en esa época, las hubo y muchas, centenares de ellas también con resultados horrorosos, torturas salvajes y muerte, sino que más bien se trata de una puesta en escena para resaltar la disparidad de valores de ambos personajes, el estudiante idealista en su pompa de jabón y el agente represor que apesta a alcohol y hiede a maldad con el poder represor del estado ¿Acaso no fue cierto? Claro que lo fue. Pero en este caso el estudiante es víctima de una arbitrariedad producto de un dispositivo que el azar pone en sus manos -el mapa con la dirección-, no de un compromiso central, o de una motivación que lo movilizara contra la dictadura. El mapa funciona como detonante de la historia y el aspecto físico complementa la sospecha, dos elementos externos y aleatorios que no están en el centro de lo que Ramos pretende situar en la denuncia de este cómic.
Según éste, para los organismos de control y represión política, hippie era frecuentemente usado como sinónimo de comunista, lo que no deja de ser cierto, fue empleado como un estereotipo que buscaba insultar y criminalizar al sospechoso. Pero si un estereotipo no se cuestiona (me pongo en el pellejo del personaje), se instala como una muletilla utilitaria, y esa muletilla a la vez se convierte en una trampa para hacer avanzar una verdad a veces parcial, donde no todas las piezas calzan cuando se hace el balance de los personajes confrontados para describir los perfiles de esa época. Esto sólo significa en este caso, que no hay una voluntad indagatoria del narrador al respecto, sino que elige el camino de las viejas complacencias en blanco y negro, para encontrar su punto de vista.
Hay que aclarar que este procedimiento tiene un valor distinto en la ficción que cuando se trata en el testimonio documental. Para simplificar, en la ficción carece de eficacia dramática y en el testimonio se vuelve panfletario o cae en ese lugar común de la propaganda política sesgada, aunque en este caso, a poco menos de cincuenta años de lo ocurrido, tal y como se plantea en esta historia, es por su estructura y diseño de personajes, un desgarrador guiño de fogata nostálgica. Ya el escritor italiano Primo Levi alertó de este peligroso contraste metodológico en su Trilogía de Auschwitz, por dar solo un ejemplo, al referirse él como preso en los campos de concentración alemanes. Allí tuvo que adentrarse con su testimonio en las miserias de la humanidad judía frente al exterminio. Y es aquí donde aparece una zona gris que define a todo ser humano en situaciones de abuso extremo.
Él debatía valientemente este punto, el testimonio que reduce su veracidad a buenos y malos, es porque de alguna manera está vulnerando la verdad por una entendible –a veces- falta de valentía para enfrentar las pulsiones más indecorosas de nosotros mismos. Y tal vez por eso, siguiendo el paradigma de Primo Levi, para contar una historia necesito que me absuelva frente a mi victimario, me amparo y enfoco para definirme a partir de su maldad. La tentación maniqueísta existe y siempre ha existido, la de exponer todo en contrastes irreconciliables, sin la lectura de sus tejidos y latencias más profundas. Básicamente -y esto es entendible porque en Chile no se ha cerrado este problema-, esto implica una manipulación sentimental y una distorsión que, para el caso, sigue vigente para instalar el agravio, pero que lamentablemente le resta fuerza al relato. Algo parecido ocurre con esta historia.
El estudiante es vendado, subido a un vehículo y llevado a un centro de detención clandestino de carabineros. De aquí en adelante, el relato incurre en baches estructurales que amplifican esta función de vulneración y aislamiento del detenido, y la historia se desprende de cualquier vínculo civil; desparece el país, la universidad, los amigos y la familia. Esta decisión narrativa profundiza en la orfandad del personaje (lo blinda de alguna manera), ya que es encarcelado y sometido a vejámenes, sustrayéndose este procedimiento al verosímil estudiantil y familiar de la época. Los agentes, que desnudan y torturan al detenido arrojándole baldes de agua con insultos y sarcasmos, son además de malos, estúpidos e inoperantes (cosa que no sucedió como norma general de represión, ver informes Valech y Rettig), no allanan la dirección de la fiesta que indica el mapa ni tampoco su propio domicilio (diligencia básica), no preguntan por profesores, compañeros de la u, dirigentes, nombre del padre, madre, polola, hermanos, etc. Aquí estamos en el grado cero de las cruentas indagatorias de la despiadada persecución política en ese otrora tiempo real en dictadura. Antes de ser liberado, lo hacen cavar su propia tumba y lo someten a una broma macabra, la de su falso fusilamiento. Se echa de menos en este clímax un primer plano al rostro del personaje, el brutal realismo del cómic con todos sus recursos, aquí desaparece, se queda mudo en planos sin tensión. Al horror final frente a la muerte, al del aliento recobrado luego de la descarga de la fusilería, se pierde por alguna razón inentendible, el dramatismo que Ramos decide dejar en un mero trámite de intimidación perversa, un chiste cruel muy a la chilena.
Una vez liberado en las calles, el estudiante se acerca a su campus que curiosamente está completamente vacío; nadie lo espera, nadie lo ha echado de menos, ni un alma ha preguntado por él: en aquella época cualquier compañero de facultad desaparecido era, de manera inmediata, frenéticamente buscado. El estudiante va a la Vicaría, que tampoco le sirve mucho y finalmente, decide cortarse el pelo para no seguir levantando sospechas. Esta decisión cosmética como cierre de la historia, se une al móvil del mapa con la dirección, a las causalidades del azar civil, la mala suerte, pero no de la política militante que palpitaba con fuerza en los jóvenes de aquella época. Y a lo mejor este es el gran punto de esta historia, el de ser alguien que no se es, que ha sido confundido por el poder y castigado inmerecidamente, un ser que milita en la libertad sin ideología y que ha sido confundido con un terrorista. Finalmente, Ramos le suma unas cuantas viñetas de información de la época, elaborando un pequeño dossier internacional sobre la maldad de los poderosos, sus planes y motivaciones, un blanco y negro más global, si se quiere, siguiendo a Primo Levi. En una estrategia narrativa coherente, esa información debiera brotar o estar orgánicamente en la historia, es un material que desborda el cómic, pero el procedimiento de cierre se entiende como la necesidad de complementar el punto de vista del autor, resaltar los contrastes producidos por el dominio extranjero, la enorme bota opresora del imperialismo, que, bajo este prisma apabullante, todo lo condiciona.
Ramos ilustra con persistente desazón argumentativa una historia que navega desde la espontaneidad panfletaria a la denuncia, llegando a la matriz de la derrota política. Y la lucha continúa, porque el en recién lanzado número 3 de la revista Kisko, continúa al parecer, la parábola del muchacho que tuvo el pelo largo.
Guillermo Valenzuela es narrador y poeta. Ha escrito teleseries y series de televisión, y también ha realizado talleres de guión en la UDP y la UNIACC. Su última novela, “Banco de arena”, fue publicada en 2023 por Editorial Planeta.
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